El aprendizaje de la vida – Ricardo Feierstein*

(…) El “camino” del niño coreano Sang-Woo, con sus escasos siete años de edad, es en todo caso un tránsito de iniciación hacia ese mundo de sentimientos –en todo caso, su “casa interior”– que se le impondrá con la tranquila (y devastadora) fuerza de los hechos. (…) Con sólo dos actores centrales casi todo el tiempo en escena –un niño de 7 años y su abuela– más algunos interlocutores ocasionales,
se construye un puro material cinematográfico que, con su aparente lentitud visual, penetra en profundidad la conciencia del
espectador. (…)

El hecho de que la abuela sea muda potencia esta necesidad de comunicación con gestos y miradas, más allá de las palabras.

Una trama sencilla

La trama es sencilla: caprichoso y maleducado en la ciudad como hijo único de mujer soltera y abandonada, competitivo e individualista, lleno de egoísmo y violencia (pateará las piernas de su madre, devolviendo golpe a golpe, cuando es cacheteado por ésta) y acostumbrado a alimentarse sólo con hamburguesas y pollo frito, Sang-Woo es llevado, durante una breve temporada –que su progenitora necesita para conseguir trabajo– a la casa (más bien, choza) de su abuela, muy mayor y encorvada por la vida ruda y la osteoporosis, analfabeta, primitiva a los ojos del chico. De mala gana, este menudo nuevo habitante del lugar se convertirá en un diablillo: juega solitario con sus muñecos mecánicos y un gameboy a pila, se burla de la vieja, la insulta, le orina las zapatillas o destroza sus cacharros con rabietas cuando sus deseos no son satisfechos de inmediato. Y, casi constantemente, le da la espalda, no la mira.

ámbito, la aclimatación no es sencilla. El sol tórrido del campo y los violentos y breves chubascos de la zona ejemplificarán –al estilo del romanticismo–su difícil relación con el nuevo hogar. Sus “maldades” y egoísmos –heredados de la vida ciudadana y aprendidos como mecanismos de defensa ante un “otro” siempre peligroso– lo desubican aún más en el árido paisaje (…)

También podría pensarse esta situación desde el lado del niño: manejado por decisiones adultas que no lo consultan (abandono del padre, luego de la madre en manos de una abuela biológica pero extraña y desconocida), su identidad se ve fuertemente conmocionada. Pierde los ejes –débiles, precarios– con los que se aferraba a la vida anterior. Los nuevos personajes de su vida no le evocan la solidaridad del medio rural donde ahora está, puesto que él sólo conoce el individualismo ciudadano. Como para no complicarse.

El clivaje del afecto

Todo parece confluir en un círculo vicioso, que amenaza aislar más y más a un infante extraído de su lugar habitual y depositado en un medio extraño y que concibe como hostil (debe caminar cientos de metros, inútilmente, en busca de las pilas adecuadas que reemplacen a las agotadas de su juego). Pero este cuento moral y familiar reserva un punto de clivaje, una articulación que cambia el rumbo del destino así prefigurado: luego de un pequeño accidente donde lastima sus rodillas, el diablillo “malo” se revelará, poco a poco, como un chico asustado que necesita la compañía de un mayor para hacer sus necesidades en el aislado sanitario y que, gradualmente irá convirtiéndose en un ser más tolerante y cariñoso, hasta repetir un gesto indefinido y universal –frotar en círculos, con la mano derecha, su corazón– con el que la abuela lo recibe y él se despide. Aún sin traducirlo en palabras, comprende que se trata de vincularse desde el afecto profundo.

Y el afecto, en verdad, es lo que recompone las relaciones. Inocentes y de espíritu amplio, todos sus interlocutores devolverán bien por mal, humanidad por caprichos (…) y sobre todo, la abuela muda seguirá –con su andar encorvado y vacilante– acariciándolo, cubriéndolo con una frazada, consiguiéndole alfajores de chocolate y construyendo/enseñando un nuevo modelo basado en el amor, la paciencia y la contención antes que en cuestiones materiales o frases devaluadas.

El pequeño protagonista aprenderá, en esas cortas vacaciones, a comprender (y relacionarse con) el mundo de otra manera. Y también a aceptarlo. Esa experiencia en un medio tan elemental y dramático lo hace madurar hacia los sentimientos auténticos. No es ajeno al aura de verdad que surge desde la pantalla el hecho que los protagonistas –incluyendo la venerable octogenaria, apergaminada y de andar vacilante, que antes de la filmación no sabía siquiera qué era una película– sean gente del lugar, no actores profesionales. Entre todos ayudan a diseñar una posible esperanza de futuro para las relaciones humanas, más tolerante y receptiva a la particularidad del otro.

* Escritor, periodista y arquitecto, dirige la editorial Milá y se especializa en crítica teatral y cinematográfica.

 

Breve comentario

En “Camino a casa” se despliegan con crudeza el resentimiento y la agresividad producto de las heridas y el dolor que el desamparo afectivo producen en un niño que mantiene un vínculo de maltrato físico y verbal con su madre y se ve forzado a migrar cual un objeto que molesta y se lo traslada a otro lugar.

En el film queda descripto el mejor medicamento para reparar estas situaciones traumáticas: el afecto, la tolerancia y el modelo de un ser humano, que con su actitud está disponible para acompañar, comprender y sostener. Este es un valioso aporte respecto de la adopción de niños mayores en cuanto a la creencia que las heridas sufridas son marcas y un daño inmodificable.

El devenir de lo que es posible modificar y reparar estará signado no sólo por las difíciles experiencias vividas en los primeros años sino por los modelos posteriores, con los valores y afectos que se ponen en juego.

Esta película revaloriza el papel que figuras significativas tienen en la posibilidad de superar el dolor sin negarlo y poder –a pesar de– construir y desarrollar aspectos humanos.

Muchas familias que han encarado este desafío son testimonio de las potencialidades que el afecto motoriza.

Lic. Graciela Lipski