La adopción, tal como suele concebírsela –y “concebir” no es aqui una palabra inocente–, supone recibir lo “no-propio” “como si fuera propio”. Tal descripción parece poco menos que obvia y, sin embargo, está plagada de supuestos y de asignaciones que bien pueden funcionar más como obstáculos que como facilitadores a la hora de considerar la posibilidad de tal decisión.
Por qué recibir lo “no-propio” “como si fuera propio”? Qué se juega en este velamiento de lo ajeno al concebirlo “como propio”? Es un problema de ajenidad lo que se pone en juego aqui? Y, de ser asi, por qué la ajenidad habría de ser un problema? Más aún: Es la ajenidad un problema en sí mismo? Y, además, es lo propio un valor en sí mismo? Nos lo hemos preguntado alguna vez? No será acaso problemática la ajenidad –y de alli la necesidad de velarla–porque viene a perturbar la propiedad de lo propio? Cómo habremos de pensar estos lugares y estas asignaciones de lo propio y de lo ajeno, de lo familiar y lo extranjero cuando la adopción –y no sólo ella– parece convocarlas sin más?
Toda una serie de asignaciones previas rige nuestros lugares de lo propio, de la propiedad y de la pertenencia. Toda una espacialidad ya determinada, toda una orientación ya prefijada y toda una legalidad asigna, de antemano, el lugar de esos lugares y la propiedad de los mismos. Asi, los lugares –sean éstos la casa, el cuerpo, la familia y hasta la “propia” subjetividad–, antes de llegar a tener lugar, ya están investidos, asignados y apropiados como propios, valga la redundancia. Desde alli, y sólo desde alli –desde la propiedad de lo propio– lo ajeno, la ajenidad, irrumpe como lo no-propio, como lo extranjero, como lo no-familiar y a veces, hasta como lo intrusivo.
Lo propio y lo ajeno, lo familiar y lo extranjero son algunas de las coordenadas de base que anticipan la llegada de lo que habrá de venir, de lo arribante, antes, siquiera, de que éste haya llegado.
Así, toda una familia de conceptos y toda una conceptualización familiar dan lugar a los lugares antes de que éstos tengan lugar. El receptáculo: la madre, la impronta simbólica: el padre, la naturaleza intermedia: el niño. Todos estos lugares ya están asignados de antemano y esperan a lo que habrá de venir. Más, así, de este modo, asignados los lugares de antemano –el lugar de uno, el “en casa”, y el lugar del “otro”, el ajeno– lo “por-venir”, siempre llegado ya, nunca acontece.
Cada vez más, y con mayor sofisticación, sabemos todo acerca de aquello que está por-venir antes, siquiera, de que éste haya arribado. Se sabe el sexo, se acuerda el nombre y se escanea su ima¬gen prematura allí donde todavía ni siquiera hay ni reflejo ni mirada. En pocas palabras, se hace aparecer antes de que haya llegado a ser. Semejante actitud anticipatoria no es inocente. Tranquiliza a la vez que ejerce control sobre aquello que, de otro modo, irrumpiría como lo que es: un acontecimiento de lo inesperado.
Mas, determinar, de antemano, lo arribante, lo por-venir, no sólo no lo deja llegar sino que tampoco deja llegar al lugar que lo recibe. Capturado en la misma lógica de lo propio y de lo ajeno, de lo familiar y lo extranjero, el que recibe, el que se supone “en casa”, también tiene su lugar ya asignado de antemano.
Es desde este recorte previo y desde estas asignaciones prefijadas de lo propio y de lo ajeno, de lo familiar y de lo extranjero que la adopción es abordada. Es desde éste recorte previo que asigna, por derecho, un lugar a lo que se supone “propio” que la adopción es concebida como un recibir aquello que se supone “ajeno”. Más, si algo ha de llegar, si algo ha de tener lugar –tanto para aquel que recibe como para aquel que llega– será allí dónde el lugar no precede a lo que llega sino que se abre con él. Se hace preciso desrepresentar ciertos lugares para dejar venir aquello que está por-venir. Se hace preciso dar lugar al lugar si es que lo arribante habrá de llegar a tener lugar.
Dar lugar al lugar, dar lugar a lo que ha de venir, a lo arribante, no sólo exige recibirlo sin haberlo ya identificado sino que exige, a su vez, dejar sin identificar a aquello que lo recibe. El filósofo francés Jacques Derrida lo describe en estos términos: “Puesto que lo arribante todavía no tiene identidad, su lugar de llegada se encuentra también sin identificar: todavía no se sabe o ya no se sabe cómo nombrar, cuál es el país, el lugar, la nación, la familia, la lengua, el “en casa” en general que acoge al arribante absoluto.” Surge allí una hermosa paradoja, la paradoja de la hospitalidad: Recibir es dar lugar. Paradoja que señala tanto hacia aquello que recibe, que da acogida, como hacia aquel que ha de advenir. Mas, aquello que recibiendo da lugar tampoco puede ser identificado de antemano. Si recibir es dar lugar no hay allí, prefijados, un lugar propio, un lugar de propiedad para quien recibe ni un lugar de ajenidad, como suele pensarse, para aquel que llega. Hay, más bien, un darse acogida mutuamente, un darse acogida que no le pertenece ya ni le es ajeno a ninguno de antemano. Así, lo que llega, lo arribante, da lugar a los padres tanto como los padres dan lugar a lo que llega en una mutua acogida. Este recibir-dando, sin autodeterminarse como propio, tampoco predetermina al otro como ajeno.
Recibir-dando: extraña paradoja que recuerda aquella de Winicott según la cual la madre “da” aquello que el niño “crea”. Este “recibir” que en su recibir “da”, este “dar” que, en su donarse, “crea”, abre un espacio, un “entre” –espacio transicional lo llamará Winicott – que ya no se deja colonizar ni por la propiedad de lo propio ni por su solidaria oposición, la ajenidad de lo ajeno. Concebida la adopción desde este “entre” –ni propio ni ajeno– cómo habría de establecerse, de antemano, la propiedad de quien recibe y la ajenidad de quien llega? Habrá que permitirse, entonces, dar lugar a los lugares; darles hospitalidad.
Dar lugar a los lugares, dejarlos venir en su mutua acogida, es abrirlos a una hospitalidad mutua. “Ésta –escribe Derrida– es la hospitalidad misma, la hospitalidad para con el acontecimiento–. (…) Lo que podríamos denominar lo arribante, y lo más arribante de todos los arribantes, lo arribante por excelencia, es esto, éste o ésta mismo/ a que, al llegar, no pasa un umbral que separaría dos lugares identificables, el propio y el ajeno, el lugar propio de uno y el lugar propio de otro (…).”
La tarea, por cierto, no es sencilla y se anuncia doble: Dar lugar a “lo ajeno” implica, a su vez, desrepresentar “lo propio” para que “alli” –que no es un lugar determinado– la posibilidad de un encuentro advenga. Dar lugar a “lo extranjero” en el seno de “lo familiar” es advertir que lo familiar es ya un lugar de múltiples ajenidades. Como lo sugiere el historiador Michel Foucault, no se trata de tener “por meta encontrar las raíces de nuestra identidad, sino, al contrario, de empeñarse en disiparla; no intentar descubrir el hogar único del que venimos, (…) sino hacer aparecer todas las discontinuidades que nos atraviesan.”
Dejar venir lo ajeno exige estar dispuestos a desrepresentar lo propio. Dejar venir lo extranjero exige estar dispuestos a desrepresentar lo familiar como “propio” y “natural”. No es la ajenidad en sí misma lo que resulta problemático –tanto en la adopción como en tantas otras manifestaciones que vienen inevitablemente a convocarla– sino la ajenidad “concebida” desde la soberanía de lo propio. Habrá, entonces, que habitar estas paradojas, habrá que dejarlas venir irresueltas.
Habrá que habitar estas paradojas para que la adopción, entre otros fenómenos, concebida desde el ad-venir, desde lo por-venir y desde la mutua hospitalidad abra la experiencia de un “entre” no expropiado de antemano. Habrá que habitar estas paradojas para que la llegado de lo por-venir, lo arribante –sea éste un amor, un hijo, o lo que haya de ser– tenga lugar, acontezca.
*Periodista, egresada del Círculo de la Prensa, 1980. Licenciada en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1987.