Se me ha preguntado en diversas ocasiones cuáles son, en mi experiencia y conocimiento, las marcas que dejan los traumatismos precoces a los cuales un niño puede ser sometido, y en particular el hecho de que no haya sido criado por quienes biológicamente lo engendraron. Cuestión que se acompaña con frecuencia de una serie de afirmaciones implícitas, al formularla en términos tales que dan por sentado un conjunto de presupuestos los cuales deben ser sometidos a un ejercicio de reflexión que posibilite poner de relieve el nivel de prejuicio que encierran.
Tal es el caso de esa fórmula habitual con la cual alguien pregunta respecto a un niño adoptivo algo del siguiente orden: «Cuáles son las huellas que quedan, irreversiblemente inscriptas, ante el hecho de que un niño pequeño pierda a la madre, y cuáles son las consecuencias de este hecho para su vida futura». Afirmación que proyecta sobre el psiquismo infantil un tipo de vínculo con un objeto que, en los primeros tiempos de la vida, es imposible que se encuentre ya dado: la relación con la «madre», que es fruto de un proceso de construcción cognitivo y emocional producido en el interior de los lazos que propician la crianza.
En esos tiempos de los comienzos el otro humano que brinda auxilio para la conservación de la vida y genera las condiciones de la simbolización es algo muy distante de la categoría «madre» y de los significados que cobrará con el tiempo. Los primeros cuidados sólo se inscriben como huellas de placer-displacer de lo vivido que luego se recompomen y ordenan de acuerdo a los modos con los cuales se vaya construyendo la historia del niño. Conocemos perfectamente el hecho de que los bebés responden a voces, olores, texturas, elementos que remiten a rasgos desprendidos de la relación con el semejante, elementos mediante los cuales reencuentra, en cada nueva aproximación a quienes le brindan su amor y cuidado, los indicios que lo guían en la búsqueda y construcción de experiencias. El otro humano es entonces un conjunto de rasgos producto de la vivencia que sólo a posteriori comenzará a cobrar una existencia más o menos totalizada e independiente; la madre, inicialmente, es el lugar donde se reencuentran esos rasgos, esos indicios que acompañan los múltiples modos con los cuales se alivian tensiones del bebé generando algo que no lo reduce al mundo de la satisfacción de necesidades.
Pero el camino no es lineal, y se ve atravesado por diversas recomposiciones a lo largo de la vida. Estas huellas de los primeros tiempos se ensamblan y resignifican; no todas tiene el mismo carácter ni permanecen idénticas: aquellas que remiten a situaciones de placer son fácilmente recomponibles con otras relaciones de placer – por ejemplo: primeras experiencias más o menos afortunadas con la madre originaria, aun cuando breves, pueden encontrar su contigüidad en el encuentro logrado con la madre sustituta, y experiencias dolorosas pueden ser reabsorbidas por el tejido psíquico a partir de cuidados que posibilitan una disminución de las tensiones sufridas. Pero estas marcas sólo pueden ser medidas individualmente a partir de la significación que tengan para el niño que está en vías de constituirse y por las significaciones que construya respecto a ellas a partir de las palabras que el adulto deja caer en función de sus propios fantasmas.
Sin embargo podemos afirmar que la noción de «pérdida de la madre» en el caso de niños adoptados desde los orígenes de la vida, o desde los primeros meses, está más del lado de los adultos que producen significaciones y no del niño que está adherido a los signos de percepción cuya variación registra, pero que no necesariamente devienen una pérdida del mismo carácter que cuando el sujeto se ha constituído. Por eso la separación de la madre biológico, en las circunstancias que fuera, toma carácter diferente de acuerdo al tiempo de constitución psíquica del niño y a las formas con las cuales sea resignificada por los adultos que lo toman a cargo.
Los nuevos encuentros afectivos del niño se ordenan, indudablemente, sobre el trasfondo de los previamente establecidos, de la duración que estos hayan tenido y de la forma en que se realizaron . No se puede sostener la esperanza mesiánica que en muchas circunstancias atraviesa a quienes quieren hacerse cargo de un niño maltratado y gravemente dañado psíquicamente, de que su amor modificará todas las lesiones previas, y que sólo requiere una oportunidad para vivir mejor. Esta fantasía narcisística se derrumba a la primera dificultad, generando odio y frustración que dañan aún más al niño en cuestión. Pero del mismo modo, tampoco se puede afirmar que todo niño que ha pasado varios años bajo los cuidados de una familia sustituta, o de una institución, está ya gravemente dañado. Se pierde de vista, en esos casos, que las familias sustitutas y las instituciones están constituídos por seres humanos, atravesados por deseos y limitaciones, por esperanzas y compromisos afectivos de diverso orden, lo cual torna difícilmente encasillable las consecuencias de sus actos sobre el niño. Hemos visto en nuestra práctica que así como una niñera afectuosa ha salvado a un niño del deterioro que podía producir una madre perturbada, una nurse de un hospital pudo haber brindado a un niño todos los cuidados que evitaron su hospitalismo y deterioro durante los primeros meses de vida. Pero también sabemos de la facilidad con la cual el niño, sobre todo en estados de desprotección, es víctima fácil no sólo del maltrato franco del adulto, sino de las formas más larvadas y brutales que puede tomar éste: desde el descuido hasta el abuso sexual, o ambos combinados, y de las graves consecuencias que esto acarrea; consecuencias tan difíciles – aun cuando no imposibles a través de los medios adecuados – de reparar, que deben ser evaluadas en toda su complejidad y tomadas en cuenta para no propiciar nuevos traumatismos a través de la reiteración del abandono.
Los modos bajo los cuales se registran las vivencias en esos primeros tiempos de la vida no son idénticos a aquellos que posee un adulto provisto de lenguaje y constituído como sujeto de experiencia, y ni siquiera pueden ser comparados a los que un niño más grande genera cuando ya están instaladas capacidades simbólicas mayores. Recién cuando haya noción de uno mismo y del otro, construcción de una historia e interrogación por los orígenes, se irán generando, a lo largo del crecimiento, diversos modos de capturar los acontecimientos que marcaron la vida del niño, tengan o no registro vivencial de ellos, aferrándose a los fragmentos discursivos que brinda el adulto. Más que al estado de duelo por la pérdida de una madre que nunca conoció, el niño queda lanzado a enigmas y teorías espontáneas que no se reducen, ni mucho menos, al hecho mismo de la adopción. Estas preguntas tienen que ver con su valor para el otro, con el hecho de ser amado, con el reconocimiento de lo que representa para el adulto: Por qué no se quedaron conmigo? Quién era la señora que me tuvo en la panza? Se habrá hecho cargo de otros hermanos que tengo a los cuales no conozco? Será que no me quisieron porque era malo?.. O negrito?.. O tonto?… Preguntas que se reiteran a lo largo de la vida, que se reformulan abiertas a nuevas teorizaciones que realiza en soledad, y que en algunos casos puede volcar en sus diálogos con adultos y pares para librarse así de quedar fijado al enigma y al abrochamiento al cual lo condenan la imposibilidad de respuesta.
En función de ello es que cada situación debe ser analizada en su singularidad, tomando en cuenta tanto los tiempos en los cuales los acontecimientos que pueden devenir traumáticos han tenido incidencia en el psiquismo del niño, como las condiciones históricas en las cuales estos se produjeron, con vistas a que padres e hijos encuentren en el marco de las nuevas posibilidades que genera la adopción, un verdadero recomienzo que se sostenga en una esperanza sin concesiones ni al prejuicio que atenta contra todo proyecto ni a la omnipotencia que se rehusa a ver la complejidad que implica llevarlo a cabo.
* Psicoanalista y Ensayista.