La cuestión del derecho a la identidad es un tema nodal cuando nos ocupamos de adopción.
Si se trata de la adopción de niños, debemos tener presente que el derecho a la identidad se encuentra expresamente consagrado por la Convención sobre los Derechos del Niño. La jerarquía constitucional de la norma internacional guarda una incidencia concreta sobre las modificaciones que sufrió la legislación nacional en el tema.
En efecto, la ley de adopción establece que deberá constar en la sentencia de adopción que el adoptante se ha comprometido a hacer conocer al adoptado su realidad biológica y que el adoptado tendrá derecho a conocer su realidad biológica y podrá acceder al expediente de adopción a partir de los dieciocho años.
Si bien ambas disposiciones son susceptibles de críticas tanto por deficiencias de orden técnico legislativo como por la conveniencia, oportunidad y forma en que se pretende hacer efectivos los derechos y obligaciones que establecen, es importante destacar que a través de estas dos normas se introduce un cambio sustancial en torno a la cuestión del origen del adoptado.
Mientras que en el sistema de la anterior ley el mensaje podría expresarse en los siguientes términos: «la vida del adoptado comienza con su adopción», ahora las dos disposiciones mencionadas nos proporcionan una señal fuerte en sentido contrario: ya no es posible despojar a los adoptados de su historia de origen.
La ley, al formalizar prácticas que en rigor de verdad habían ido afianzándose en la sociedad, ha convertido una posibilidad en una cuestión ineludible: tanto los adoptantes como el hijo se vincularán con el pasado de éste. Probablemente, sin proponérselo explícitamente los legisladores han tratado que adoptantes y adoptados se enteren y de tal forma, la historia de los últimos se vuelva «entera».
Ya no es posible discutir que conocer el origen y el pasado es un derecho del niño adoptado, así como lo es de cualquier persona. Más allá de los términos empleados por la ley, es la historia y no estrictamente la biología, una materia prima para la construcción de la subjetividad.
En esta necesidad de conectarse con el pasado del hijo adoptivo aparece un dato insoslayable y común a todas las adopciones, más allá de cada historia particular: la existencia de una mujer que gestó al niño y que no pudo quedarse con él para cumplir con las funciones maternales.
Las circunstancias particulares por las que atraviesan cada una de las mujeres que no conservan consigo a sus niños harán a la historia individual, pero existen otras condiciones que permiten construir una visión social. Quizá sea útil reflexionar brevemente sobre aquéllas para ayudar a las familias adoptivas a construir sus historias.
Partimos de la idea que quien entrega a su hijo lo hace por una imposibilidad de mantenerlo consigo y aceptamos que ese no poder puede asentarse en cuestiones de muy diversa índole.
Una mujer puede cumplir biológicamente con la función de procreación pero sus condiciones psíquicas pueden no ser las que le permitan decidir mantener consigo al hijo y luego saber cómo cuidarlo. Muchos casos de madres adolescentes se inscriben en esta descripción.
También existe la posibilidad de decidir desprenderse de la criatura; para la mujer, la unión con el niño que ha traído al mundo no es imprescindible y muchos embarazos no deseados terminan en adopción.
Existen las situaciones en las cuales la mujer, que desea resguardar al hijo o hija con ella, se ve compelida a entregarlo por razones sociales. El desprendimiento del hijo es forzado, debido a la imposibilidad económica de la madre, quien no dispone de dinero, asistencia familiar o condiciones laborales para mantener al niño consigo.
Pero es muy frecuente que cuando una mujer entrega a su hijo en adopción la incluyamos en la categoría «mujer que abandona a su hijo», colocando el acento en lo que se presume una actitud de descuido deliberada y opacándose la idea de dificultad o imposibilidad.
Es preciso decir que si bien las mujeres optan por diferentes caminos, en general entregan a su niño o niña a una persona o institución que cuidarán de la criatura. La utilización de la palabra abandono conlleva un sesgo moral disvalioso, ya que abandono arrastra consigo la imagen de colocar al niño en riesgo. Si bien la presencia de una figura tutelar es insustituible para la cría humana, sólo si consideramos que ese rol de amparo sólo puede y debe cumplirlo quien la gestara, podremos sostener que quien entrega, abandona .
La existencia de mujeres que entregan a sus hijos en adopción desmiente la concepción que dice que ser madre es ineludible y natural en cada mujer. Utilizar el concepto de abandono, – señalar la entrega como un acto disvalioso, anormal – nos permite soportar el desorden que la conducta de quienes entregan provoca en el estereotipo.
Cuando calificamos de abandonante a la mujer, estamos descuidando un aspecto de la semántica: el niño cargará con el peso de haber sido abandonado y se abandona aquello que nunca ha sido o ha dejado de ser valioso para quien se desprende.
Quizá las familias adoptantes no incurran ya en usos tan descuidados del lenguaje, pero somos muchos los hablantes que a través de los medios de comunicación, o de los modismos técnicos del idioma continuamos propalando mensajes que no construyen.
Probablemente, la construcción de la idea de abandono nos permite sobrellevar la carga de ser una sociedad que no siempre puede sostener con acciones lo que defiende con palabras. En general, las historias de adopción se inscriben en el contexto social de ausencia de políticas de protección a la mujer en riesgo y a su hijo por nacer.
Si aceptamos que la adopción de una criatura en particular contiene un sinnúmero de significados sociales, otros serán los valores y conocimientos necesarios frente a los desafíos que plantean las relaciones entre adoptantes y adoptados, cuando aquéllos asumen las tribulaciones de tener un hijo al que aman a pesar de un origen que no les es común. Debemos pensar si continuamos fortaleciendo la tendencia a la ruptura con el pasado o si vamos a sostener canales de continuidad entre las historias de los adoptados y las de las mujeres que les dieron vida, guiados por la idea de que esta última alternativa es un derecho que los hijos pueden demandarnos.
*Juez de Familia. Ha escrito con Eva Giberti «Adopción y silencios» y con Eva Giberti y Beatriz Taborda «Madres excluidas».